
Al oír hablar de padres de acogida vienen a la cabeza palabras como generosidad, solidaridad... «No, no, cambia el 'chip'! No somos buenos chicos que ayudan a los demás, obtenemos un disfrute personal y una convivencia enriquecedora», rebate Patxi Eguzkiza, un bilbaíno que hace seis años acogió a un chaval de 8. «Ha sido el mejor regalo para mí, el mejor», remarca otra madre, Begoña García. Ambos dejan claro que el acogimiento es una figura que satisface a ambas partes, a los menores separados de sus familias por diferentes motivos -alcoholismo, drogadicción, enfermedades mentales, abandono...- y a las personas que van ofreciéndolo todo y acaban recibiendo mucho más. El acogimiento aporta cuidado, atención y educación a los menores que no pueden recibirlos de sus progenitores. Las instituciones, se hacen cargo de ellos y los reparten en residencias y pisos al cuidado de tutores o, en el mejor de los casos, en familias, hasta que sea posible devolverlos a sus padres biológicos, con los que siguen manteniendo el contacto. Este importante aspecto es lo que diferencia la acogida de la adopción. Al margen de dificultades que siempre surgen, son muchos los menores que conviven felizmente con familias de acogida y otros tantos aguardan que alguien les dé una oportunidad.